EL PAVO REAL
Por Francisco Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
Por Francisco Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
El
alma viajera de Prudencio salía a media noche de la ceiba centenaria sin rumbo
fijo, a molestar a todo aquel que con la luna llena pernotaba por los caminos
de herraduras, barro y fango, aquellos laberintos olvidados de la civilización,
que por las noches se convertían en atarraya de arañas ponzoñosa y atrapaban el
alma de todo ser moviente.
Por
eso los campesinos villeros procuraban quitarse el sombrero y darle un vistazo
al reloj del sol, recoger sus implemento de trabajo y marcharse a su hogar, y
no exponerse a tener ningún inconveniente con los del más allá, en especial con
el N.N. que había en el cementerio, en donde está sembrada la ceiba centenaria,
ninguna autoridad eclesiástica y civil, sabía
cuándo vino y quien lo sepulto allí.
Alguien
cogió un carbón de leña y le colocó el nombre de Prudencio, tan cuidadoso que
siempre que caía un aguacero y el nombre se borraba, esa persona volvía a
colocar el nombre de Prudencio, tan notado era el caso que, había mesura al hablar y transitar por ese
sitio, después de las cinco de la tarde.
Juan
de Dios, un hombre de estatura pequeña, orejas grandes y peludas, poco hablado
y estudiado, que como muchos en el pueblo llegaban en tiempo de fiesta del
milagroso y se quedan sirviendo a los llamados blancos del pueblo, era el caso
de Juancho, con un apellido originario del magdalena grande, muy querido
por todos, iba y venía de la finca carruso, en un mulo carguero con dos
cantaros de leche para vender menudeada en la casa vieja de los patrones.
Por
algún motivo de peso y razón, Juan de Dios, se quedó en la finca esa noche de
luna llena y a media noche decidió regresar al pueblo a pie, cogió camino para
recorrer los dos kilómetros que hay hasta el portón de la mansión donde vivía,
vean a veces uno piensa y no razona, las personas no deben subestimarse,
Juancho nunca tuvo problemas con ningún humano en mis dieciséis años que viví
en mi pueblo, se dedicaba a sus labores y punto, pero esa noche que silbaba la pollera colorá le tocó sacar sus
garras y pico a defenderse de Prudencio que le venía siguiendo los pasos, donde
Juancho pisaba en el barro, Prudencio metía sus patas.
Situación
que capto Juancho y se dispuso a aplicar viejas fórmulas de salvación humana
que su Bisa le enseñó, más su nombre acompañado del altísimo, eran prenda de
garantía para que ningún rostro llegado del más allá, pudieran dar un parte
negativo de esa escena, situada en la boca calle a la carretera que daba al
aeropuerto de palito vía a San Roque.
Tan así fue, que sólo después de cincuenta y cinco años me atrevo a contar tan intrincada y macabra pelea entre el Pavo Real y Prudencio, contada con pelos y señales por mi amigo Juan de Dios, quizás mi persona era uno de los terrícolas con quien hablaba ese personaje, porque a decir verdad, el que no intercambia conceptos con mi persona, es porque está muerto.
Para
comenzar Juancho le tiró la atarraya de arañas tarántulas a Prudencio y lo
enredó por dos largos segundos, se volvió un monstruo de carne y hueso, ya Juancho no podía darle la espalda a tan
desagradable criatura del más allá, tenía que enfrentarla, los perros en
unísono ladrido anunciaban que alguien les causaba miedo, pánico, escondían su
rabo para no quedar mochos y se refugiaban en las cenizas del fogón de leña, acto
seguido, Juancho le tira una cerca de palenque, compuesta por estacas de mangle
seco, que ni el toro Candelillo podía salir de ese encierro.
Sólo
duró tres segundos ese malvado para volver a envestir, pero estaba
enfrentándose a un hombre de pelo en pecho, tan peludo que parecía un oso,
así era Juancho en su vida normal.
Por
último, y casi perdiendo la pelea el humano, dio tres vueltas en el mismo punto
donde estaba parado, sacó pico, patas y plumas y en un santiamén se convirtió
en Pavo Real, se sacudió, abrió su plumaje de infinitos colores y acto seguido comenzó a vocear su sonido característico,capaz de romperle
los tímpanos de los oídos a un gato siete vidas, esa era la contra de
Prudencio, que acobardado emprendió carrera, sus patas se levantaron de la
madre tierra a treinta centímetros, el pavo alzó su corto vuelo y lo persiguió llevándolo
a la gran ceiba centenaria, bajo una jauría de perros criollos que existían en
mi bello pueblo, “La Villa”. Selló la bóveda con el candado de la muerte y más
ni nunca se ha sabido de Prudencio.
Al día siguiente a la pelea, Juancho no se
levantó a realizar sus faenas, su ropa estaba desgarrada, tenía ojeras negras
como si lo hubieran quemado, su temperatura corporal registraba fiebre de
cuarenta grados y el medico del pueblo le recetó dos mejorales, dos sefalinas
y un purgante de leche de higuerón, la bomba de ese tiempo, para que se
mejorara.
Con
la señal de la santa cruz, en Latín, como me enseñaron los Sacerdotes
Españoles, cierro este cuento para protegerme de los del más allá. Per
signum Sanctae (†) Crucis, de inimicis (†) nostris, libera nos, (†) Domine Deus
noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. ...Amén.
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