domingo, 14 de julio de 2019

EL PAVO REAL




EL PAVO REAL
Por Francisco Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano

El alma viajera de Prudencio salía a media noche de la ceiba centenaria sin rumbo fijo, a molestar a todo aquel que con la luna llena pernotaba por los caminos de herraduras, barro y fango, aquellos laberintos olvidados de la civilización, que por las noches se convertían en atarraya de arañas ponzoñosa y atrapaban el alma de todo ser moviente.

Por eso los campesinos villeros procuraban quitarse el sombrero y darle un vistazo al reloj del sol, recoger sus implemento de trabajo y marcharse a su hogar, y no exponerse a tener ningún inconveniente con los del más allá, en especial con el N.N. que había en el cementerio, en donde está sembrada la ceiba centenaria,  ninguna autoridad eclesiástica y civil, sabía cuándo vino y quien lo sepulto allí.

Alguien cogió un carbón de leña y le colocó el nombre de Prudencio, tan cuidadoso que siempre que caía un aguacero y el nombre se borraba, esa persona volvía a colocar el nombre de Prudencio, tan notado era el caso que,  había mesura al hablar y transitar por ese sitio, después de las cinco de la tarde.

Juan de Dios, un hombre de estatura pequeña, orejas grandes y peludas, poco hablado y estudiado, que como muchos en el pueblo llegaban en tiempo de fiesta del milagroso y se quedan sirviendo a los llamados blancos del pueblo, era el caso de Juancho, con un apellido originario del magdalena grande, muy querido por todos, iba y venía de la finca carruso, en un mulo carguero con dos cantaros de leche para vender menudeada en la casa vieja de los patrones.

Por algún motivo de peso y razón, Juan de Dios, se quedó en la finca esa noche de luna llena y a media noche decidió regresar al pueblo a pie, cogió camino para recorrer los dos kilómetros que hay hasta el portón de la mansión donde vivía, vean a veces uno piensa y no razona, las personas no deben subestimarse, Juancho nunca tuvo problemas con ningún humano en mis dieciséis años que viví en mi pueblo, se dedicaba a sus labores y punto, pero esa noche que  silbaba la pollera colorá le tocó sacar sus garras y pico a defenderse de Prudencio que le venía siguiendo los pasos, donde Juancho pisaba en el barro, Prudencio metía sus patas.

Situación que capto Juancho y se dispuso a aplicar viejas fórmulas de salvación humana que su Bisa le enseñó, más su nombre acompañado del altísimo, eran prenda de garantía para que ningún rostro llegado del más allá, pudieran dar un parte negativo de esa escena, situada en la boca calle a la carretera que daba al aeropuerto de palito vía a San Roque.

Tan así fue, que sólo después de cincuenta y cinco años me atrevo a contar tan intrincada y macabra pelea entre el Pavo Real y Prudencio, contada con pelos y señales por mi amigo Juan de Dios, quizás mi persona era uno de los terrícolas con quien hablaba ese personaje, porque a decir verdad, el que no intercambia conceptos con mi persona, es porque está muerto.

Para comenzar Juancho le tiró la atarraya de arañas tarántulas a Prudencio y lo enredó por dos largos segundos, se volvió un monstruo de carne y hueso,  ya Juancho no podía darle la espalda a tan desagradable criatura del más allá, tenía que enfrentarla, los perros en unísono ladrido anunciaban que alguien les causaba miedo, pánico, escondían su rabo para no quedar mochos y se refugiaban en las cenizas del fogón de leña, acto seguido, Juancho le tira una cerca de palenque, compuesta por estacas de mangle seco, que ni el toro Candelillo podía salir de ese encierro.

Sólo duró tres segundos ese malvado para volver a envestir, pero estaba enfrentándose a un hombre de pelo en pecho, tan peludo que parecía un oso, así era Juancho en su vida normal.

Por último, y casi perdiendo la pelea el humano, dio tres vueltas en el mismo punto donde estaba parado, sacó pico, patas y plumas y en un santiamén se convirtió en Pavo Real, se sacudió, abrió su plumaje de infinitos colores y acto seguido comenzó a vocear su sonido característico,capaz de romperle los tímpanos de los oídos a un gato siete vidas, esa era la contra de Prudencio, que acobardado emprendió carrera, sus patas se levantaron de la madre tierra a treinta centímetros, el pavo alzó su corto vuelo y lo persiguió llevándolo a la gran ceiba centenaria, bajo una jauría de perros criollos que existían en mi bello pueblo, “La Villa”. Selló la bóveda con el candado de la muerte y más ni nunca se ha sabido de Prudencio. 

Al día siguiente a la pelea, Juancho no se levantó a realizar sus faenas, su ropa estaba desgarrada, tenía ojeras negras como si lo hubieran quemado, su temperatura corporal registraba fiebre de cuarenta grados y el medico del pueblo le recetó dos mejorales, dos sefalinas y un purgante de leche de higuerón, la bomba de ese tiempo, para que se mejorara.

Con la señal de la santa cruz, en Latín, como me enseñaron los Sacerdotes Españoles, cierro este cuento para protegerme de los del más allá.  Per signum Sanctae (†) Crucis, de inimicis (†) nostris, libera nos, (†) Domine Deus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. ...Amén. 





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