LA HUERTA DE MANO VIRIGILIO
Por Francisco Javier Carrasco Díaz
Escritor Colombiano de la Región Caribe.
Por Francisco Javier Carrasco Díaz
Escritor Colombiano de la Región Caribe.
Un lote de terreno de dos
hectáreas, poseía mano Virigilio, sembrada de hierba guinea que en tiempo de
invierno la mitad del terreno permanecía debajo del agua que corría hacia la
playa de la chambita, en tiempo de verano sembraban en ella yuca y maíz,
momentos que aprovechaban los cerdos de Nicolás, para escarbar y sacar la yuca.
Diferencias de palabras
mantenían los dos vecinos por la osadía, de los animales en dañar la cosecha de
yuca en especial, no les valía gritos de huseeee, huseeeee puerco, cauchera en
mano salió mano Virigilio, después que unos campesinos vinieron a su casa a
avisarle que una docena de cerdos estaban escarbando el terreno donde tenía
sembrada más de cinco mil palos de yuca y diez mil de matas de maíz a mitad de
recoger la cosecha.
Su esposa lo notó nervioso,
recogiendo su machetilla, calzándose sus abarcas tres puntá y su mochila de
fique, donde cargaba una linterna de mano de doce tacos de baterías, dos
caucheras y dos docenas de piedra china para espantar los cerdos hocico largo
como la trompa de elefantes.
Salió Virigilio a las cinco
de la tarde, a las cinco y quince estaba en sus predios observando el desastre
que habían provocado los cerdos, habían cavado huecos de hasta un metro
cuadrado, el sembrado estaba tirado al suelo como si hubiera pasado un huracán,
allí no quedaba cosecha alguna, y lo peor del cuento es que no habían animales
con quien desquitarse mano Virigilio.
Mal humorado el campesino se
entró al que fue un sembrado que auguraba una buena cosecha, con esos
pensamientos de tristeza y como iba a superarlo, ya la noche caía, el sol se
había ocultado en el poniente, solo se notaba un resplandor rojizo
escondiéndose en el horizonte.
De las matas de maíz en pie,
escucho mano Virigilio un sonido de
puerco grande, metió la mano a la mochila sacó una cauchera y tres
piedras chinas ovaladas como un huevo de pava y se dispuso a apuntarle a lo que
fuera que se movía dentro del maizal.
Una voz de mujer le hablo:
Virigilio, soy yo, no me
dispares con tu cauchera, más bien revisa el sembrado que está en el suelo, en
especial el hoyado.
Para mano Virigilio esa voz
de mujer era celestial, en su mente sabía que había intercambiado conceptos de
vida con esa dama que le hablaba desde el matorral, no salió nadie, no hablo
más la mujer.
Mano Virigilio observó los
huecos dejados por los animales y en la oscuridad vio unas pintas relucientes
con los rayos de la luna que ya se encontraba haciendo el turno de doce horas nocturnas, alumbrando con luz
propia.
Sacó su linterna de la
mochila y agazapado en los huecos uno por uno fue recogiendo piedrecitas
amarillas y entre más recogía más salían de la tierra de color rojo, harinosa
como la yuca que producía, en un momento llenó la mochila, en esa lidia se lo
cogieron las doce de la noche, llegando a su casa a la una de la mañana,
empapado de agua por un aguacero que cayó mientras recogía las piedrecitas en
su sembrado.
María Teresa su esposa, no
había pegado sus ojos, se mantuvo en la repisa de los santos de rodilla
pidiendo por su esposo que había salido en horas de la tarde lleno de rabia por
los cerdos de Nicolás su vecino.
Ya en casa le ocultó a su
esposa lo sucedido en el sembrado de maíz y yuca, enganchó como de costumbre su
mochila llena de piedras, pero estas eran especiales y de color amarillo
brillantes como la luna, cenó y al rato se acostó al lado de su esposa, y al día
siguiente se levantó bien temprano.
¡Oh Nacho!, hijo ves donde
el compadre Olimpo el joyero y me le dices que me haga el favor de venir, con
carácter de urgente a mi casa, palabras de mano Virigilio a su hijo mayor,
quien en carrera de joven salió y dio la razón a el señor Olimpo, de regreso a
casa Nacho se encontró con sus amigos del barrio y se pusieron a jugar bolita
de uñitas en la calle ancha llena de arena rojiza.
Tan distraídos estaban esos
muchachos, que no vieron pasar a la multitud de personas que llevaban en brazos
a mano Virigilio, directico al puesto de salud, había caído privado en mitad de
la sala de su casa, en presencia de su esposa María Teresa Rico Bueno y el
señor Olimpo, quien se dedicaba a comprar oro quebrado en todita la región.
Todo quedó en silencio,
nadie dijo una sola palabra, en el puesto de salud a mano Virigilio le dieron
unas pastillas blancas como la semilla de la papaya verde, que las echara en
agua y se las tomara, eso fue toda la bulla de los vecinos.
Al día siguiente, bien
temprano salió mano Virigilio a casa del señor Olimpo, mochila en hombro, mandó
a Nacho a cuidar lo que quedó de la yuca y el maíz sembrado y le recalcó que permaneciera
allí hasta que regresara de la ciudad, no dejar entrar animales, menos gente a
su sembrado.
Tan pronto pitó la chiva del
pueblo que venía recogiendo pasajeros para la capital, se embarcaron los dos y
aparecieron a los tres días en un carro nuevo que en la carretera hacia zig,
zag, pitaba y pitaba, de dentro de él, sacaban la mano y tiraban billetes de
esos que tenían una águila con las alas abiertas que los niños recogían,
creyendo que eran caramelos de jugar y apostar.
Los dos personajes del carro, amanecieron dormidos,
el carro se parqueo en casa del Joyero Olimpo, que desde ahora serian llamados
don Olimpo y don Virigilio en el pueblo, pésele a quien le pese, la cobarde
envidia.
Nicolás el vecino le vendió
todos los cerdos a don Virigilio por un precio doble del valor normal tasado,
los trasladó al sembrado para que cavaran lo que quedaba de la cosecha, cercó
con ladrillos rojos las dos hectáreas de tierra y mandó a hacer un gran portón
con una guardia de veinticuatro horas, un vigilante en garita en los cuatro
puntos cardinales de la huerta, armado hasta los dientes.
Volteos que entraban y
salían cargados de arena roja, con destino a la ciudad, donde descargaban y
lavaban la arena con fines de construcción, Virigilio visitaba con frecuencia
la Caja Agraria del pueblo, el Gerente su amigo le servía personalmente un
tinto, los empleados muy atentos a su llegada.
Olimpo el Joyero, vivía
borracho, manejando su carro en zig, zag por las calles polvorientas y llenas
de oro rojo en su subsuelo.
A don Virigilio, se le
presentó la virgen en su sembrado y le dijo que cavara en ella y explotara la
mina de oro y ayudara al pueblo, en especial a los más pobres de espíritu, los
desvalidos y enfermos, construyera escuelas y dotara de equipos y medicinas al
puesto de salud, pero no lo hizo, porque solo la mina estaba en su mente, esa
que le maquinaba todas las veinticuatro horas del día.
La familia de mano Virigilio
se mudó para la ciudad, donde construyeron una hermosa casa, con vista a los
montes de María la alta y la baja, eso sí, nunca perdieron su humildad, sus
valores y su sabor a pueblo, se quitaron el don, el docto y el blanco, viven,
conviven y reparten su amistad que es lo único que tienen con todos sus
vecinos.
Años después de que mano
Virigilio recogiera la beta de oro de su huerta, los socavones que dejó la
extracción, ahora la llaman “La poza del Cantil o Los Reventones”, los jóvenes
se bañan en ella con la particularidad que cuando salen del agua, su piel
adquiere un color brillante como el oro de su suelo.
Desde esta tribuna, un
saludo cordial a mano Virigilio, que se acuerde cuando recogíamos piñuelas en
el cayo de palitos.
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