LA MUERTE AMARRADA A UN ÁRBOL
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe
Llegó la muerte a un pueblo
de la Costa Atlántica en Colombia, comenzaron a morirse las personas a
cualquier edad, había una tristeza porque hasta los perros que cuidaban el
pueblo de las personas extrañas del más allá, en las noches oscuras cuando la
luna descansaba, se murieron, las autoridades civiles decían que ese chicharrón de la
muerte suelta no les competía a ellos,
instaban al Sacerdote a que conjurara el pueblo, que le echara agua bendita a
todo ser vivo.
Todos los días habían tres
entierros, el médico del pueblo no sabía qué hacer, ninguno tenía un
diagnostico critico de muerte, por ejemplo El Pirri se murió con una pepa de
mamón atravesada en la tráquea, cuando quisieron llevarlo al puesto de salud,
ya había colgado los guayos, la señora Trinitaria no estaba marchita y se murió
de una sofocación corporal, se sacudía la pollera, le echaban aire con un
abanico de hoja de palma y cayó desplomada en mitad de la calle y para que les
cuento más hechos desechos de esas pobres personas.
El Sacerdote mando a buscar
refuerzos y determinaron amarrar a la
muerte que hacia desastre en ese hermoso pueblo, el hueso duro era quien se
atrevía a hacerlo. Y se acordaron de los poderes del Cura Luis, un español de
aproximadamente 40 años de edad, de uno con noventa y nueve de estatura,
fornido, con una nariz como la de pinocho y el cabello como puerco espín, el
sabia sus secretos porque a los jóvenes del pueblo los mandaba a buscar una hoja
de periódico y les soplaba en las manos y salía un billete de 0.50 centavos
nuevecito, lo entregaba y se reía al verlos correr hacia la tienda más cercana
a comprar galletas de panela rociada con bicarbonato.
Esa noche todos los
habitantes del pueblo, los adultos salieron con antorchas a amarrar a la
muerte, el cura Luis iba adelante, le seguía el monaguillo con una vasija con
agua bendita, seguían los Sacerdotes y por último el pueblo y el médico.
Se la encontraron sentada
bajo un palo de mango de rosas, con una totuma llena de mangos los más bonitos,
un cuchillo banquero y el gancho de guayacán tirado a dos metros. El Cura Luis
formó un polvorín de arena y palos viejos y le cogió el gancho a la muerte, el
señor Calazan le dio dos vueltas a un bejuco de amarrar las casas de bahareque y se la colocó en la cintura, la
llevaron a la estaca y la amarraron en la centenaria bonga.
Desde ese momento y por
treinta años nadie se moría, el que se estaba muriendo de hambre física era el
sepulturero, no había trabajo para él, los señores se volvieron ancianos con
barbas que le caían hasta el pecho, los niños se hicieron hombres y reinó la
longevidad.
Después de ese prolongado
tiempo las autoridades decidieron desamarrar a la muerte, pero ya el Cura Luis
no estaba, en su remplazo estaba el monaguillo Mano Yeyo a quien el Cura le
enseñó varios secretos entre ellos desamarrar y amarrar la muerte, lo
localizaron le propusieron el negocio, veinte bultos de yuca, cien de ñame
espino y cinco hectárea de tierra sembrada de arroz y aceptó soltarla.
Esperó que la luna
descansara de turno nocturno y se fue a la estaca y le dijo a la muerte, yo te
suelto y tu coges camino, no va a haber represalias con ninguno en este pueblo,
y a mí me vienes a buscar después de los 100 años, por ahora ni se te acontezca
porque si me incumples te vuelvo a amarrar por cincuenta años más, la muerte
juró por la vida de ella a que se esfumaba tan pronto mano Yeyo la soltara.
Cincuenta nudos con el
bejuco Martín Moreno, treinta vueltas a la derecha y treinta a la izquierda y
una vuelta en cruz amarraban la muerte. Tenía mano Yeyo toda la noche para
soltarla, hasta las cuatro de la mañana, antes de que cantaran los Gallos del
pueblo.
La brisa venia del norte hacia el sur, Mano Yeyo se situó donde la brisa no lo fuera a llevar con la fuerza de la muerte, el mudo se oscureció, los perros aullaban, las gallinas cacareaban y los gallos cantaron hasta que el galillo les falló, todo el ganado cimarrón que estaba en la plaza cogió playón.
Desde ese momento todo
volvió a la normalidad, paulatinamente se fueron muriendo los ancianos ya habían longevos hasta de ciento veinte
años, el cementerio lo pintaron de blanco y le colocaron una cruz grande para
que la muerte no volviera tan seguido.
Lo que si le dijo la muerte
a Mano Yeyo es que iba a buscar al Cura Luis Arocena, de que se las pagaba se
las pagaba, le pregunto que para donde se había ido, pero el salió primero del pueblo que el cura.
Ahora cuando se muere una
persona en el pueblo, no viene la muerte, manda a su hijo, ella juró no volver
más.
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