martes, 1 de marzo de 2016

LA MUERTE AMARRADA A UN ÁRBOL


LA MUERTE AMARRADA A UN ÁRBOL
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe


Llegó la muerte a un pueblo de la Costa Atlántica en Colombia, comenzaron a morirse las personas a cualquier edad, había una tristeza porque hasta los perros que cuidaban el pueblo de las personas extrañas del más allá, en las noches oscuras cuando la luna descansaba, se murieron, las autoridades civiles decían que ese chicharrón de la muerte  suelta no les competía a ellos, instaban al Sacerdote a que conjurara el pueblo, que le echara agua bendita a todo ser vivo.

Todos los días habían tres entierros, el médico del pueblo no sabía qué hacer, ninguno tenía un diagnostico critico de muerte, por ejemplo El Pirri se murió con una pepa de mamón atravesada en la tráquea, cuando quisieron llevarlo al puesto de salud, ya había colgado los guayos, la señora Trinitaria no estaba marchita y se murió de una sofocación corporal, se sacudía la pollera, le echaban aire con un abanico de hoja de palma y cayó desplomada en mitad de la calle y para que les cuento más hechos desechos de esas pobres personas.

El Sacerdote mando a buscar refuerzos y determinaron  amarrar a la muerte que hacia desastre en ese hermoso pueblo, el hueso duro era quien se atrevía a hacerlo. Y se acordaron de los poderes del Cura Luis, un español de aproximadamente 40 años de edad, de uno con noventa y nueve de estatura, fornido, con una nariz como la de pinocho y el cabello como puerco espín, el sabia sus secretos porque a los jóvenes del pueblo los mandaba a buscar una hoja de periódico y les soplaba en las manos y salía un billete de 0.50 centavos nuevecito, lo entregaba y se reía al verlos correr hacia la tienda más cercana a comprar galletas de panela rociada con bicarbonato.

Esa noche todos los habitantes del pueblo, los adultos salieron con antorchas a amarrar a la muerte, el cura Luis iba adelante, le seguía el monaguillo con una vasija con agua bendita, seguían los Sacerdotes y por último el pueblo y el médico.

Se la encontraron sentada bajo un palo de mango de rosas, con una totuma llena de mangos los más bonitos, un cuchillo banquero y el gancho de guayacán tirado a dos metros. El Cura Luis formó un polvorín de arena y palos viejos y le cogió el gancho a la muerte, el señor Calazan le dio dos vueltas a un bejuco de amarrar las casas de  bahareque y se la colocó en la cintura, la llevaron a la estaca y la amarraron en la centenaria bonga.

Desde ese momento y por treinta años nadie se moría, el que se estaba muriendo de hambre física era el sepulturero, no había trabajo para él, los señores se volvieron ancianos con barbas que le caían hasta el pecho, los niños se hicieron hombres y reinó la longevidad.

Después de ese prolongado tiempo las autoridades decidieron desamarrar a la muerte, pero ya el Cura Luis no estaba, en su remplazo estaba el monaguillo Mano Yeyo a quien el Cura le enseñó varios secretos entre ellos desamarrar y amarrar la muerte, lo localizaron le propusieron el negocio, veinte bultos de yuca, cien de ñame espino y cinco hectárea de tierra sembrada de arroz y aceptó soltarla.

Esperó que la luna descansara de turno nocturno y se fue a la estaca y le dijo a la muerte, yo te suelto y tu coges camino, no va a haber represalias con ninguno en este pueblo, y a mí me vienes a buscar después de los 100 años, por ahora ni se te acontezca porque si me incumples te vuelvo a amarrar por cincuenta años más, la muerte juró por la vida de ella a que se esfumaba tan pronto mano Yeyo la soltara.

Cincuenta nudos con el bejuco Martín Moreno, treinta vueltas a la derecha y treinta a la izquierda y una vuelta en cruz amarraban la muerte. Tenía mano Yeyo toda la noche para soltarla, hasta las cuatro de la mañana, antes de que cantaran los Gallos del pueblo.

La brisa venia del norte hacia el sur, Mano Yeyo se situó donde la brisa no lo fuera a llevar con la fuerza de la muerte, el mudo se oscureció, los perros aullaban, las gallinas cacareaban y los gallos cantaron hasta que el galillo les falló, todo el ganado cimarrón que estaba en la plaza cogió playón.

Desde ese momento todo volvió a la normalidad, paulatinamente se fueron muriendo los ancianos  ya habían longevos hasta de ciento veinte años, el cementerio lo pintaron de blanco y le colocaron una cruz grande para que la muerte no volviera tan seguido.

Lo que si le dijo la muerte a Mano Yeyo es que iba a buscar al Cura Luis Arocena, de que se las pagaba se las pagaba, le pregunto que para donde se había ido, pero el  salió primero del pueblo que el cura.


Ahora cuando se muere una persona en el pueblo, no viene la muerte, manda a su hijo, ella juró no volver más.

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