UNA ÁNIMA EN
PENA
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe
Decían
los mayores de mi Pueblo, que las animas de las personas fallecidas, que en
vida se dedicaban a molestar a los demás, sin tener en cuenta el más mínimo
asomo de hacer el bien, no se iban de este mundo, cuando mi Dios las llamaba a
juicio, antes de la tortura y las enfermedades terrenales que cogían de la
noche a la mañana, esas personas quedaban dando vueltas tratando de enmendar lo
que ya no se podía hacer.
Al
anochecer, en cualquier esquina del pueblo, bajo la luz de la luna y el manto azul
del firmamento lleno de estrellas, había un anciano dictando cátedra de cultura
a los niños y jóvenes, que con mucha atención escuchaban las sabias palabras, combinadas
con canas blancas en sus cabezas, verdad o fantasías, nos sumían en un mundo
desconocido, escalofriante y de terror, acompañado del aullido de los perros y
el canto de las lechuzas que se anidaban en lo más alto de la torre de la
iglesia, de allí salíamos para la cama o la hamaca con el purito miedo en las
corvas a dormir plácidamente.
Don
Abel, era un hombre que llegó a la región, no se sabe dónde, se hizo dueño de
unas tierras baldías y las midió con el ojo, hasta donde se alcanzara a ver y
todo el ganado cimarrón que había en esos predios a partir de ese momento era
de él.
Posteriormente llegó el negro Quin, asi se hacía llamar, de pronto se llamaba Joaquín, este se alió con don Abel y le administraba las extensas tierras, acompañado de su mujer Pina, como todos los habitantes de la comarca estaban llegando, no había problemas con las tierras, menos con la autoridad.
El
Blanco, como le decían a don Abel, cuidaba de cada centavo que a sus manos
llegaba, bien habidos o mal habidos, sobre todo en la venta del queso y la leche
que sacaba de su ganado, ya cansado, viejo y solo, se enfermó, tan grave estaba
que mandó a buscar con Quin, al médico y el cura, situación que no fue posible,
ya que ninguno de los dos estaban.
De regreso a la finca Quin, escuchó vociferar al blanco, luego escucho el relincho de su caballo y a los pocos minutos, vio la figura a caballo, detalló la montura, los aperos y las dos alforjas en la silla del animal, vestido y sombrero, no era otro era el blanco, ya cerca, le dijo:
“Quin, coge las dos alforjas que están enganchadas al horcón de la sala, cava un hueco al pie del árbol de tolúa roja y las entierras, secreto entre tú y yo”.
Tremenda
sorpresa para el capataz cuando llega a la finca y su mujer le anuncia que el
blanco estaba muerto, no aguantó el regreso del capataz, el médico y el cura.
De
allí en adelante comenzaron a suceder hechos, como la luz roja debajo del la
tolúa en horas de la noche, apareció la familia, vendieron el ganado y ya
tenían tazada la finca para venderla, Pina le comentó a su esposo sobre su
liquidación, por los años de trabajo con el blanco, Quin fue al pueblo y habló
con el abogado, este le liquido sus prestaciones legales y les cuento que los
familiares salían debiéndole a Quin, que sabidos de sus pretensiones
conciliaron con el abogado de Quin, a quien le dio el poder amplio para
reclamar, quedando la finca a nombre de Quin y su esposa.
Con
el tiempo y cuando la luna alumbraba el firmamento con el reflejo del sol, Quin
se asomaba y veía la luz debajo del árbol frondoso de tolúa roja, hasta que en
una tarde fresca cargada de nubes preñadas de agua, cogió el pico y la pala,
convidó a su mujer y salieron a enfrentar ese misterio.
Bajo
una tormenta trueno y centellas que caían cerca de las dos personas que sacaban
las dos alforjas pesadas que al abrirlas contenían ocho panelas de oro puro de
veinticuatro quilates, con un valor en pesos incalculable en ese momento.
Don
Quin, comprendió entonces porque la finca la llamaban “Las Panelas”, también
entendió las salidas del blanco a la ciudad a comprar oro y amasar esa fortuna,
en cambio a él, el capataz de la finca le debía todos los años de trabajo, a la
señora Pina, la lidia de un viejo solitario, que un día se marchó del lado de su
esposa e hijos, dejándolos abandonados y en la miseria, que su esposa lavaba y
planchaba para subsistir con sus cuatro hijos, todo esto se lo contó una hija
del blanco cuando vino a reclamar los bienes de su padre.
Ahora
el problema era mayor, escuchando en las noches en la finca el ánima en pena de Don Abel, trasteando en la cocina, buscando
sus pertenencias, soltando el ganado de los corrales, reclamando sus dos
alforjas y después de haber narrado este cuento, los jóvenes y niños que no
conciliaban el sueño, escuchando a la lechuza cantar, los perros aullar y las
vacas, rumiar, los caballos y mulos relinchar entrando a la plaza del pueblo
sitio de dormida del ganado cimarrón.
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