domingo, 12 de julio de 2015

UNA ÁNIMA EN PENA

UNA ÁNIMA EN PENA
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano-Región Caribe



Decían los mayores de mi Pueblo, que las animas de las personas fallecidas, que en vida se dedicaban a molestar a los demás, sin tener en cuenta el más mínimo asomo de hacer el bien, no se iban de este mundo, cuando mi Dios las llamaba a juicio, antes de la tortura y las enfermedades terrenales que cogían de la noche a la mañana, esas personas quedaban dando vueltas tratando de enmendar lo que ya no se podía hacer.

Al anochecer, en cualquier esquina del pueblo, bajo la luz de la luna y el manto azul del firmamento lleno de estrellas, había un anciano dictando cátedra de cultura a los niños y jóvenes, que con mucha atención escuchaban las sabias palabras, combinadas con canas blancas en sus cabezas, verdad o fantasías, nos sumían en un mundo desconocido, escalofriante y de terror, acompañado del aullido de los perros y el canto de las lechuzas que se anidaban en lo más alto de la torre de la iglesia, de allí salíamos para la cama o la hamaca con el purito miedo en las corvas a dormir plácidamente.

Don Abel, era un hombre que llegó a la región, no se sabe dónde, se hizo dueño de unas tierras baldías y las midió con el ojo, hasta donde se alcanzara a ver y todo el ganado cimarrón que había en esos predios a partir de ese momento era de él.

Posteriormente llegó el negro Quin, asi se hacía llamar, de pronto se llamaba Joaquín, este se alió con don Abel y le administraba las extensas tierras, acompañado de su mujer Pina, como todos los habitantes de la comarca estaban llegando, no había problemas con las tierras, menos con la autoridad.

El Blanco, como le decían a don Abel, cuidaba de cada centavo que a sus manos llegaba, bien habidos o mal habidos, sobre todo en la venta del queso y la leche que sacaba de su ganado, ya cansado, viejo y solo, se enfermó, tan grave estaba que mandó a buscar con Quin, al médico y el cura, situación que no fue posible, ya que ninguno de los dos estaban.

De regreso a la finca Quin, escuchó vociferar al blanco, luego escucho el relincho de su caballo y a los pocos minutos, vio la figura a caballo, detalló la montura, los aperos y las dos alforjas en la silla del animal, vestido y sombrero, no era otro era el blanco, ya cerca, le dijo:

“Quin, coge las dos alforjas que están enganchadas al horcón de la sala, cava un  hueco al pie del árbol de tolúa roja y las entierras, secreto entre tú y yo”.

Tremenda sorpresa para el capataz cuando llega a la finca y su mujer le anuncia que el blanco estaba muerto, no aguantó el regreso del capataz, el médico y el cura.

De allí en adelante comenzaron a suceder hechos, como la luz roja debajo del la tolúa en horas de la noche, apareció la familia, vendieron el ganado y ya tenían tazada la finca para venderla, Pina le comentó a su esposo sobre su liquidación, por los años de trabajo con el blanco, Quin fue al pueblo y habló con el abogado, este le liquido sus prestaciones legales y les cuento que los familiares salían debiéndole a Quin, que sabidos de sus pretensiones conciliaron con el abogado de Quin, a quien le dio el poder amplio para reclamar, quedando la finca a nombre de Quin y su esposa.

Con el tiempo y cuando la luna alumbraba el firmamento con el reflejo del sol, Quin se asomaba y veía la luz debajo del árbol frondoso de tolúa roja, hasta que en una tarde fresca cargada de nubes preñadas de agua, cogió el pico y la pala, convidó a su mujer y salieron a enfrentar ese misterio.

Bajo una tormenta trueno y centellas que caían cerca de las dos personas que sacaban las dos alforjas pesadas que al abrirlas contenían ocho panelas de oro puro de veinticuatro quilates, con un valor en pesos incalculable en ese momento.

Don Quin, comprendió entonces porque la finca la llamaban “Las Panelas”, también entendió las salidas del blanco a la ciudad a comprar oro y amasar esa fortuna, en cambio a él, el capataz de la finca le debía todos los años de trabajo, a la señora Pina, la lidia de un viejo solitario, que un día se marchó del lado de su esposa e hijos, dejándolos abandonados y en la miseria, que su esposa lavaba y planchaba para subsistir con sus cuatro hijos, todo esto se lo contó una hija del blanco cuando vino a reclamar los bienes de su padre.


Ahora el problema era mayor, escuchando en las noches en la  finca el ánima en pena de  Don Abel, trasteando en la cocina, buscando sus pertenencias, soltando el ganado de los corrales, reclamando sus dos alforjas y después de haber narrado este cuento, los jóvenes y niños que no conciliaban el sueño, escuchando a la lechuza cantar, los perros aullar y las vacas, rumiar, los caballos y mulos relinchar entrando a la plaza del pueblo sitio de dormida del ganado cimarrón.

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