MANO YEYO Y LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Caribeño Colombiano
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Caribeño Colombiano
Un día cualquiera, estaba
mano Yeyo arando la tierra en la región del Careto, para sembrar tabaco, yuca y maíz y
del cielo venían volando dos aves de mediana estatura, traían una conversación
de humanos, allí fue donde mano Yeyo se escamoseo, un lenguaje no conocido en
la región de los montes de maría, tanto la alta como la bajita.
El sol presentaba sus rayos
horizontales, por ser de mañana, pero al igual penetraban en la piel curtida y
tostada del campesino Yeyo, además el hombre se había tomado sus tragos de ron Kilómetro
0, el día anterior, todos estos ingredientes hacían dudar a Yeyo, de que en
verdad las aves venían hablando en un idioma extranjero.
En forma burlona, los apuntó
con su cavador o barretón, como se le llama a ese instrumento arador de la
tierra, vean, tan pronto Yeyo les apunto a las dos aves, se vinieron en picada directico
hacia donde se encontraba el campesino trabajador, este no tuvo más remedio que
correr, con la mala suerte que se enredó
la abarca en un tronco de árbol seco y “pundundan”, al suelo y su cabeza fue a
dar a una piedra que se hallaba sembrada en la tierra desde hace más de un siglo.
Mano Yeyo, era un hombre
delgado, alto, descendiente de la raza indígena del cacique Terraza, ya estaba
entrado en los cuarenta cuando mi persona lo conoció, siempre fue un hombre
trabajador de la madre tierra, a ella le sacaba cuanto producto de pan coger producía.
Pero Mano Yeyo nunca se imaginó
que del cielo le fuera a caer una gallina Kiriki, con su respectivo gallo de
compañero, menos a que les fueran a hablar y contarle ese hermoso secreto que
guardaban para la eternidad, pero como al que le van a dar le guardan, así sea
campesino, o que se parezca a un espantapájaros, menos.
Despertó Yeyo a los tres
días de haberse pegado un totazo con una piedra allá en su parcela, donde dejó
la mochila, los tabacos, una abarca reventada y las pisadas de dos animales bípedos
por todo el arado.
Su familiares lo buscaron,
indagaron por el en la comarca, le preguntaron a su amigo “El Churro”, tampoco
dio razón, solo una viejita que vivía cerca de allí, que vio a Yeyo arando la
tierra y apuntándole con el cavador en forma de escopeta, al cielo, a unos pájaros
que iban pasando.
Esa era la pista que tenían
las autoridades, después de que su familia dio aviso a la policía del hecho de
desaparición de unos de los hombres más queridos de la región.
Aconteció que Yeyo con el
porrazo que se dio con la inmensa piedra, se sumergió en un inmenso sueño,
guiado por el subconsciente, porque el consiente lo había perdido, más el yo,
obedecían órdenes del súper yo, y así se encontraba Yeyo, en un estado, casi no
perteneciente a esta vida.
“Él, Yeyo, vio aterrizar a
las dos aves que eran una gallina Kiriki y un Gallito Kiriki, de pequeña
estatura, tenían un hablado raro entre ellos, a Yeyo si le hablaban en
Castellano, pero ya no de Castilla, sino de la Región donde se encontraban y,
donde se encontraban, eso preguntó Yeyo”.
No te preocupéis ve, que
estas a salvo con nosotros, solo queremos que nos orientes para buscar un
gallinero que sea de patio, no de esos que les echan comida extranjera y
química y a los meses los matan y van a parar en el galillo de los humanos, que
al poco rato vuelven a votarlos por el tubo de escape y se vuelven abono para
la madre tierra.
Orientaron a Yeyo, que se lo
habían llevado para el cerro pintado, más exactamente en el Balcón del Cesar,
hacia frio esa noche que Yeyo despertó de su pesadilla, pero creo que valía la
pena porque estas dos aves de corto vuelo, pero que venían del más allá, le
darían larga y tranquila vida a este campesino, si respetaba el pacto entre los
tres, las dos aves y el humano.
Antes que amaneciera
cargaron a Yeyo las dos aves de color jabado, con plumas verdes azulosas y lo
dejaron en una parcela, donde había más de doscientas gallinas, pavos,
codornices y por su puesto dos gallos bastos, uno de ellos tenía el pescuezo
pelado, pocas plumas y un cuello, tan largo como el de una jirafa.
Allí, se encontraban las dos
aves pequeñas, pastando libres por la huerta seguida a la casa, comiendo
grillos, lombrices, ranas y sapitos para la supervivencia, mas granos de maíz
cariaco que había depositado en un granero, esperando la lluvia para sembrarlo
y multiplicar la riqueza que Yeyo, había de esperar en meses venideros.
Con la ayuda de la gallina
Kiriki voladora, Yeyo trajo a vivir a su familia al cerro pintado, en un valle
de hermoso paisaje, parecido a los montes de maría, pero aquí no vivía ninguna maría,
solo Yeyo, su familia y sus aves de corral.
Cada gallo con sus gallinas,
ordenó la gallina kiriki, yo tengo mi pareja y no me voy a dejar montar de esos
dos monstruos parte costillas y otras vertebras, ella la gallinita Kiriki, tenía
voz de mando, organizaba el corral y sus alrededores, de todo esto solo Yeyo
escuchaba hablar a la gallina y su gallo, eso lo aterraba, pero estaba ganado,
en ese paraíso donde lo trajeron una mañana a las nueve A.M.
Ojo abierto y oído despierto,
Yeyo observaba los movimientos de la gran Gallinita, que a las diez de la noche, alzaba el
vuelo y cuando se elevaba, se convertía en una hermosa mujer, ataviada con
abundante ropa de colores extravagantes y sobre todo finas, a las cinco de la
mañana aterrizaba junto con sus compañeras que dormían arriba de un palo de
totumo frondoso, que se alumbraba con la luna en las noches.
A veces levantaban vuelo
ambos, pero la mayoría de las veces que la vi volar, iba ella sola, hermosa
mujer, estilo árabe revuelta con Hindú, el kiriki, era un hombre entrado en los
cincuenta años, alto delgado, con una nariz pronunciada parecida a la nariz del
diablo, un peñasco que sobre sale y atraviesa la carretera con ganas de darle
un beso a la corriente del rio Suma paz, al llegar a Melgar, Tolima.
Ya arraigados, y con
conocimiento de la región, un paraíso apartado de la civilización, donde no
faltaba nada, porque todo lo provee la gallina kiriki, esta familia campesina
vivía feliz, pero más feliz se pondrían, cuando Yeyo comenzó a rastrillar la
tierra, un valle de cinco hectáreas pareja y bordeando el Pintado, verde como
la conciencia campesina.
Yeyo observó unas matas de
Peralejo tupidas, dentro del matojo había algo que le llamó la atención,
objetos relumbrantes con los rayos de sol, se acercó con sumo cuidado y observó
unos minúsculos huevecillos de color oro, pasaban de los veinte, destellaban
alambritos incandescentes que le quitaban parte del iris del ojo al viejo Yeyo.
Inquieto y preocupado por el hallazgo, que en su mente no captaba la riqueza inmensa que la gallina Kiriki y su gallo le trajeron un día bien temprano en una vereda de la costa atlántica.
Llamó a gritos a su
compañera y le ordenó que trajera una canasta tejida con bejucos de Martin Moreno,
trenzada para soportar peso, trajín y depositar en ella todo producto que
brotara de la madre tierra.
Veintidós huevos de ORO,
óigase bien ORO, consiguió Yeyo en esa parte de la parcela, que a venta de
pesos colombianos le dieron en efectivo cinco mil quinientos reales, en ese
entonces, pero como el que no sabe administrar lo que se ordena y manda, Yeyo, soltó
la perra que tenía amarrada desde que aparecieron las dos aves, que venían de
muy lejos de este mundo y como las aves no gustan de perros, las cosas estaban saliendo
mal.
De la noche a la mañana, Yeyo
rompió el pacto que adquirió con los dos aves volantonas y confesó a su mujer
lo sucedido, esta que era de la raza parlante roto vociferó y vociferó y todo
acabó.
Las dos aves volaron y
volaron y fueron a parar en un gran patio, limpio y con unos árboles frondosos,
sin humanos y fueron dueños del lugar por muchos años, sembraron huevos de oro
por toda la comarca y se dieron la gran vida, en las noches en casinos y sitios
hermosos de la tierra.
En el cerro Pintado, por las
noches se ven gigantes llamas como si ardiera una gran parte de la vegetación,
pero Yeyo donde se encuentre, loco, vociferando verdades que para los demás
humanos son incoherencias de loco callejero, dice que dos gallinas Kirikis,
andan sueltas por los montes de María y el Cerro Pintado, en el Balcón del
Cesar, poniendo huevos de oro.
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