FILIPICHIN, SELLO Y TAPÓN
Por Francisco Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
Por Francisco Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
De
los tantos juegos de la niñez en el siglo pasado, estaba el de esconderse 20
niños en horas de la anochecida, tipo seis, porque en mi bello pueblo no había
energía, sólo una planta Lister que era de la iglesia católica apostólica del
vicariato del San Jorge, una hora más y todos los niños estaban roncando,
soñando con los pellizcos de la profesora Germania.
Entre
ese conglomerado de niños estaba Filipichin, apodo colocado por los mayores por
el tamaño y estatura de un niño piel oscura llegado de la costa antioqueña del
Urabá, todos lo conocíamos por ese apodo, al igual que el cubita de la placita
y muchos más, porque esa es la idiosincrasia de los pueblos de la costa caribe
colombiana.
En
la madrina de matarraton inclinada, o sea un tronco de árbol sembrado con dos
propósitos uno amarrar los animales de carga y otro más importante inclinar el
taburete y sentarse los mayores a fumar tabaco negro, ese era el punto centro
del juego a las escondidas que tanto recordamos y añoramos los que nos criamos
en un pueblo.
Cuento
veinte y el que me encuentre paga una penitencia, decía el niño que le tocaba
contar, los demás a esconderse, en la inmensa plaza que rodeaba el barrio el
prado, copia fiel del de Barranquilla, bueno casi igualito, todos a esconderse
entre ellos Filipichin, nadie notó que el niño no apareció mas en el juego, a
las siete en punto sonaron los cañonazos del cerro Corcovao, anunciando que se
venía un fuerte aguacero, la estampida de niños hacia sus casas. Y a las siete
en punto todos dormiditos, bajo revista y supervisión de sus padres.
Magdalena
la progenitora de Filipichin bajo un aguacero tocaba puertas preguntando por su
hijo que no llegó a casa a la hora estipulada, ya en el desespero los mayores
se levantaron y con linterna y mechones encendidos buscaban afanosa mente al
niño.
A
mediados de las diez de la noche según la dirección de la luna, dejó de
llover y Filipichin no volvía a casa,
seguían buscándolo ya con gritos de desespero su mamá decía Tarsicio, Tarsicio,
pero nadie le contestaba, en casa de Alfonso uno de los niños que jugaba, a
media noche le movieron la hamaca donde dormía, al abrir sus ojos vio cinco
dientes blanquitos que se acercaban a él, con el miedo característico de los
niños de pueblo, su mente dijo mierdaaa me cogió el diablo, una mano lo tocó en
el brazo y dijo Filipichin, Sello y Tapón, Alfonso grito hay mi madre y calló
al piso privado.
Al
interrogar a Filipichin dijo que se escondió en casa de Alfonso detrás de un
horcón de madera y se quedó profundamente dormido, al tiempo que su mamá
recordó que en horas de la tarde le había dado una toma de anamú para la gripe.
A Alfonso le colocaron la penitencia de besarle la boca al capitán, el perro más bravo de la Placita.
Lo autóctono de mi tierra amada y querida Barranquilla, fue un cuento con buena trama.
ResponderEliminarsaludos,
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