A HACHA Y MACHETE
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano
Por Francisco Cadrazco Díaz
Escritor Colombiano
Una cuadrilla de 20 hombres
fuertes, acostumbrados a tumbar montañas enmarañadas de árboles que median
hasta veinticinco metros de altura, en una extensión de cincuenta fanegadas a
la redonda, habitad de Micos Monos, Arditas, tigres y gatos de monte, y toda
clase de aves de rapiñas, amén de los réptiles y los enjambres de avispas y
paracos.
Pompilio (Pompi), para sus
allegados, era el contratista y el que le media 1/2 hectárea a cada uno de los
leñadores, para tumbar en un día, hombres duchos en el corte de la madera, una
de las más finas y bien paga en el
mercado, para convertirlas en un barco, una hermosa cama, unas lujosas puertas,
una carrocería para vehículos pesados, en puentes y otras actividades, que para
el dueño de la madera era un negocio redondo.
Cada trabajador alistaba su
hacha y su machete en horas de la noche y a las cuatro y media de la mañana
salían del pueblo en burros o a caballo con rumbo a las montañas, acompañados
de sus mejores perros para la casa de animales que al escuchar el sonido del
hacha y el guapirrero típico de los hombres, dándose ánimo para sacar la difícil
tarea de tumbar montañas de árboles madereros, salían despavoridos y eran presa
fácil de los perros.
En la cuadrilla, se
destacaban varios hombres a quienes les tenían fama, tanto en el corte del
árbol, como en su rapidez para sacarse la tarea impuesta por Pompi, entre ellos
“El Parie”, era de admirar en esa época un corte perfecto, métrico, lineal y nivelado
en que quedaba en el tronco, de a dos por árbol, las hachas iban haciendo el
corte de la madera en una melodía del pum, pam, pam pum, después caía el pesado
madero, que arrastraba a su poso todo
ser viviente y como un ser inerte se desplomaba en la madre tierra, golpeándose
su tallo en donde anidaban la guarupendola, el toche y el nido de golero pichón.
El primer árbol en caer, su
tronco de uno con cincuenta de alto por dos metros de ancho, se convertía en un
hermoso reloj, que el sol y la luna se encargaban de dar la hora. Después que Pompilio le
adecuara dos estacas en la parte superior.
Un bangaño lleno de agua,
tres panelas de hoja, cincuenta tabacos, las cerillas para encender el fuego,
sal, cucharas y totumas, hacha y machete y un cabo de madera de repuesto por si
se partía el del hacha y la contra para la picada de insectos ponzoñosos y mordida de culebras, eran las provisiones
que cargaban en la pesada mochila de fique cada uno de los trabajadores que se
dedicaban a tumbar montañas.
El Parie, era un hombre de
baja estatura, musculoso y bien formado debido a su oficio, de pulso firme,
manos grandes y callosas, pulseador de profesión, miembro de una numerosa
familia que llego a ese pueblo a echar raíces, largas y profundas, no había una
criatura en este mundo que le ganara en el arte del pulseo de brazos y muñeca,
con su fama cargaba el remoquete de tener en sus vise una docena de niños en
cruces o angelitos, que lo ayudaban a bajar madera y dejar a sus compañeros rezagados,
cuando querían ser las once y treinta del medio día, ya El Parie, se encontraba
debajo de una mata de uvero, echándose fresco con su sombrero alón.
Era exagerado para comer,
siempre su sarapa, era al doble que los demás trabajadores, Pompi, su primo
hermano y uno de los mayores de la cuadrilla, daba la orden de servirle bien la
comida al parie, él sabía que ese hombre forzudo y echado para adelante, le rendía
en el trabajo y sus ganancias eran altas.
Uno de esos días de jornada
de trabajo, en horas de la tarde, El Parie terminó su jornada bien temprano,
ayudó a su tío a sacar la tarea y como de costumbre buscó una mata frondosa y
se fumó un tabaco negro, se bebió un bangaño de agua de los dos que cargaba a
cuestas y se echó a dormir.
La cuadrilla, cada uno de
ellos fue recogiendo sus aperos y se marcharon a casa, sin darse cuenta que El
Parie no iba con ellos, lo echaron de menos, pensaron que ya estaba en casa,
como lo hacía cuando terminaba su jornada.
Se despertó El Parie, con el
roncar de un tigre pintado que venía hacia el a unos diez metros de distancia,
se encontraba rodeado de toda clase de animales y aves que pastaban en la
montaña que habían tumbado durante el día.
Preparado “El Parie”, con
sus secretos para pelear, en guardia, mirando de reojos al enemigo, que a cada
minuto eran más y más, comenzaron a dar vueltas en circunferencia, lo mismo
hacia El Parie, hasta que en forma de remolino lo envolvieron y lo sacaron a un
sitio abierto, carente de vegetación.
El tigre pintado, le habló,
manifestándole que le iban a hacer un juicio de responsabilidad por los daños
ecológicos causados en su habitad. Palabras que ripostó El Parie, alegando que él
no era el responsable, solo era un trabajador jornalero al igual que la demás
cuadrilla, le preguntaron quién era el dueño de la hacienda maderera, al que no
le perdonarían de haber tumbado la centenaria montaña. El Súper hombre apostó a
que si se lo ganaban en la pelea, ellos dispondrían de la vida de él, en caso
contrario él se comprometería a restablecer la montaña, tumbada a hacha y
machete el día anterior,
Amararon de pies y mano a El
Parie, quien ya tenía su estrategia de defensa, acompañado de los doce niños en
cruces, que uno por uno fueron apareciendo en la escena, convirtiéndose en doce
tigres, más grandes que los que estaban juzgando a El Parie.
Trenzándose en una pelea
feroz, que recorrió terreno, tumbo montañas, tanto así, que al día siguiente
cuando la escuadra llegó al sitio de trabajo, todos los arboles estaban en
tierra, solo estaba el parie debajo del árbol de uvero, echándose fresco con su
sombrero alón y riéndose, no portaba el súper hombre ningún rasguño, una nube
de arena daba vuelta en el firmamento, esa arena se alzó en la trifulca de
anoche, en espera de una orden del parie para caer en forma de agua al medio
día, con el fin de refrescar la tierra.
Diez tigres enjaulados, cincuenta
culebras mapaná rabo seco, veinte pichones de goleros, cinco nidos de toche y guarupendola,
quince conejos blancos y tres docenas de torcazas, en espera de que llegaran
los protectores de animales para conservar la especie, había rescatado el súper
hombre, después de ganarle la pelea a los tigres y monos, que lucharon a fuerza
y no le ganaron, victorioso el Súper, cumplió su promesa.
Al medio día cayó sobre la
montaña un fuerte aguacero que duró dos días, las pozas o jagüeyes se llenaron,
los pescados corrieron raudos por los caudales de los ríos, al dueño de la
hacienda se le ahogaron todo el ganado que pastaba en los playones donde se
habían tumbado las montañas.
La vegetación, broto de la
tierra mojada, los arboles crecieron, en sus ramas, se posaron miles de aves,
cantó el mochuelo, la pava congona, rugió el tigre pintado de la montaña, el
rey golero se posó en el copito de un árbol, taladró la madera el pájaro
carpintero, aullaron los monos colorados, las culebras se arrastraban por
dentro de la montaña, torcazas y codornices hacían sus nidos en las ramas de
los árboles, cantaba la guacamaya, el loro manglero, la guacharaca y la
codorniz.
Los animales enjaulados
fueron puestos en libertad, el Bejuco Martin Moreno creció silvestre y permitió
hacer dos millares de balay, para cernir el arroz y el maíz, amarrar las corralejas y trenzarlos para tocar
las enormes campanas españolas de la iglesia de mi pueblo.
La cuadrilla, exaltó a El
Parie por su hazaña, la noche anterior, contada en medio del torrencial
aguacero y desde ese momento, sus compañeros comprendieron que el súper hombre tenía
grandes poderes y se podía comunicar con los animales y las aves de la montaña centenaria.
No se taló más un árbol y el hacendado repartió las tierras y sus bienes entre
los hombres de la cuadrilla, acosado por los animales que lo perseguían día y
noche.
Se silenciaron las hachas y
los machetes, con que se tumbaban las montañas de árboles madereros, desde
entonces la cuadrilla de trabajadores aventajados en ese oficio se dedican a
sembrar y recoger cosechas y a pescar para su subsistencia.
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