NOCHES DE SEPTIEMBRE
Por Francisco Javier Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
Por Francisco Javier Cadrazco Díaz Román
Escritor Colombiano
Esta
historia de vida, convertida en Cuento, va dedicada a mi hermoso pueblo y su
adorable gente.
Corrían
los años del cincuenta y sesenta del siglo pasado, la vida trascurría con
normalidad en mi bello pueblo San Benito Abad erigida en Villa por los
españoles, carente de energía suficiente para ensartar una aguja a las seis de
la tarde, bajo el amparo de mis dos ancianos que me vieron crecer en una plaza
verdecita dos arcos de jugar fútbol, una pila de recoger agua, inservible para
esa época, un entorno de vecinos 1A.
En
las noches circundaban los fantasmas, escondidos bajo la luna llena, decenas de
animales cuadrúpedos irrumpían la tranquilidad de la placita e impedían el paso
de entrada a mi hogar, de la esquina de la niña pupo hacia la puerta de palitos
con gancho de alambre de mi casa era una odisea nocturna hasta penetrar a la
sala donde ya estaba seguro.
En
el patio de la niña Mañe contigua a la mía, habían árboles frutales
centenarios, como los palos de mango, el de tamarindo y la famosa mata de
corozo de vaca, tan alta que llegaba a la luna, en las noches que comenzaban a
las seis de la tarde y ya siendo las nueve para mí, era media noche, a esa hora
bajaba de la casa cural en donde nos reuníamos a narrar historias, tanto
españolas como de toda la costa, allí estaban Julián Caña, Francisco Acosta, los sacristanes Arcadio y Servio Baldovino, Delio
Salcedo y mi persona.
Cuando
Julián Caña se levantaba de su asiento a apagar la planta de los curas ya yo
estaba listo para emprender carrera hacia la placita, solo me separaban dos
cuadras, las más largas que un pueblo haya tenido, superada la primera, la
segunda era angustiosa, por obligación tenía que mirar hacia el patio inmenso
de la niña mañe, allá al fondo había una fogata bajo el árbol de tamarindo,
centro punto del patio, su candela se avivaba con solo mirarla, amén de los
caballos, mulos y vacas atravesadas en el caminito angosto que con los años
formamos con nuestras pisadas.
Superados
los miedos en parte a que ya estaba cerrando los siete años, el padre nuestro y
el credo que rezaba en esas dos cuadras hasta llegar a mi hamaca en la sala de
la casa, en una tertulia bajo dos helados de coco, hechos por la niña pupo, le
hice el comentario a mi amigo El Tito Pupo sobre la Luz encendida bajo el palo
de tamarindo del patio de la niña mañe.
Esta
noche me vienes a buscar cuando la veas, a ver si desenterramos ese oro que hay
allí, eso si no me le comentes a nadie y nadie es ninguno para mi vecino.
Animado por salir de pobre con toda esa cantidad de oro, me las pintaba mentalmente en monedas, como las que tenían los curas españoles en unos baúles de madera, bajo un cerrojo y candado de aldaba.
Ese
día estuve silbando cualquier canción
que se me atravesara, parecía al nello montes de oca, cuando estaba cuidando el
ganado de la señora Jovita en los playones de la Villa, esa noche en especial
no fui a la iglesia, estaba seguro que a la mañana siguiente ya no iba a fiar
el café, los tabacos de mi padre y los dos cucharones de leche donde el señor
Joche y la niña Gilma.
Miré
la luna opaca que cruzaba entre las nubes grises, atravesé la placita en
diagonal y le avisé al Tito, ya está la fogata encendida, me aposté bajo los
árboles de abeto macho sembrados alrededor de la placita con paciencia esperé
al amigo, sorprendido quedé cuando salió con pico y pala en el hombro, un foco
de baterías en la cabeza, sostenido con un cartón, más atrás salió su hermano
Lalo con igual de aparejos para sacar ese entierro que en mi mente desbordaba
la capacidad de mis sueños, porque siempre he sido un soñador.
Al
penetrar al patio del entierro, la luz se apagó, los tres la vimos, llegamos al
sitio y no había rastros de candela, a mí se me puso la cabeza bien grande que
quedé paralizado como el chavo del 8, me tuvieron que sacar cargado de ese
patio, cada quien cogió su camino a casa y esa noche y las demás noches de mi
vida, no he dormido tranquilo, ya mis dos amigos duermen en la eternidad.
Una
noche me aposté sobre el árbol de tamarindo a las seis de la tarde, a las ocho
de la noche veo la figura humana en forma de mujer, traía una lámpara de
caperuza en su mano derecha y en la izquierda una caja de fósforos el diablo
(famosas en esa época), juntó unas chiribitas o basuras de palo seco y encendió,
se arrodilló y oraba en voz alta, sus
palabras fueron invadiendo mi débil mente, perdí la fuerza total de vida,
desperté al día siguiente en el puesto de salud del pueblo con tres costillas
averiadas, la cabeza torcida, rígida como cadáver de tres días, fractura en un
codo, y raspaduras por doquier.
La
señora en mención colocó la denuncia en la Alcaldía del pueblo por invasión de
domicilio ajeno en horas nocturnas, falta a la moral y las buenas costumbres ya
que ella estaba en paños menores y era señorita, además me indilgaron el robo
de treinta bultos de tamarindo seco, que décadas después se los encontraron al Joe Arroyo, en una canción. A mi lado estaban dos policías y mi amigo
El Tito, él quería saber que pasó esa noche con el entierro de oro y los
policías querían saber muchas cosas más, ellos me dijeron que confesara y
dentro de diez años me convertían en policía. A los dos días me dejaron en
libertad total, porque los cargos no pesaban ni un bulto de canela, además era
un menor, solo fueron travesuras de joven de pueblo.
El
oro no existió nunca en ese gran patio, lo de policía si se me cumplió, lo de
animoso depende de que se trate y lo de sueños y esperanzas está vigente, ahora
sueño más que nunca con el entorno de mi bello pueblo La Villa de San Benito
Abad, macondiano como su Recurso Humano. Dejando Huellas, para que me
Recuerden. Feliz año 2019.